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GEMINI Nueva versión «La Llegada del Director»

Capítulo 1: La Llegada del Director

Obertura del Legado

> Antes de que hable la batuta,

> el silencio entona su profecía.

> Aquí no se ensaya música…

> se recuerda la traición.

El silencio en la Sala Principal de Ensayos de la Royal Opera House en Covent Garden, Londres, no era mera ausencia de sonido, sino una entidad viva que se arrastraba entre las partituras y los atriles. Setenta y ocho músicos —setenta y ocho corazones latiendo en staccato— contuvieron el aliento cuando el reloj de pared, un antiguo guardián de bronce, marcó las tres de la tarde, hora tradicional de crucifixiones y presagios. La puerta lateral, la que daba acceso directo al podio, crujió entonces como el portón del infierno en Macbeth.

La Sala de Ensayos

> Los muros de Covent Garden escuchan sin ver.

> Las sombras ya conocen lo que nadie dice.

> Y cuando el reloj marque tres…

> las máscaras caerán como notas rotas.

Aria Laurent, nuestra heroína de manos temblorosas, sentada en la primera silla de los primeros violines, sentía esa quietud más que nadie. Su Stradivarius, un legado familiar forjado en la tradición de los grandes maestros, reposaba en su regazo no como un instrumento, sino como un talismán contra lo venidero. Sus dedos, usualmente ágiles y seguros, rozaban las cuerdas con una ansiedad inusual. La reputación lo precedía, decían. El nuevo director invitado, Julian Valerius. Un nombre que, para ella, era una disonancia molesta en la armonía de su vida. El linaje Laurent, con sus raíces en la victoria y el honor de los laureles, se sentía ahora manchado por la sola mención de un Valerius.

 Aria Laurent

> Ella no es solo violinista,

> es descendencia que vibra en pentagramas ocultos.

> Si la música fue herida,

> ella será su cicatriz.

Escuchó pasos acercándose. No el andar ligero de un asistente, ni el paso medido de un colega. Eran pasos con peso, con propósito, resonando como tambores de guerra en Enrique V. El ambiente, ya denso, pareció comprimirse aún más.

La puerta se abrió con un murmullo apenas audible de bisagras.

Julian Valerius

> No hay entrada sin eco ancestral.

> Él cruza el umbral como sombra con batuta,

> con nombre tallado en sangre sonora,

> y ojos que desentierran secretos dormidos.

Y entonces él apareció.

No era solo un hombre entrando a una sala; era una presencia. Julian Valerius. Alto, con el cabello oscuro cayendo sobre una frente amplia y unos ojos que no absorbían la luz, sino que devoraban las sombras. Vestía un traje de lino oscuro que caía con una elegancia casual, pero era su postura lo que dominaba: erguida, confiada, casi desafiante. Llevaba la batuta no como una herramienta, sino como un cetro, como Ricardo III cruzando el campo de batalla, batuta en mano como espada ceremonial. Por un instante, antes de avanzar, sus ojos se posaron en la batuta, y un destello fugaz, casi imperceptible, cruzó su rostro, como si el peso del mundo, o de un destino ineludible, se concentrara en aquel trozo de madera. Su nombre grabado, Valerius, que en latín significaba «fuerte» o «valiente», se manifestaba en cada fibra de su ser.

Un escalofrío recorrió la espalda de Aria, una mezcla extraña de reconocimiento y repulsión. Había visto sus videos, leído las reseñas rimbombantes sobre su genio y su audacia, que a menudo lo llevaban a desafiar las convenciones, como si la misma tradición musical de Mantua o Stratford-upon-Avon fuera un mero telón de fondo para su audacia. Pero la fuerza bruta de su aura en persona era abrumadora. Era como si el aire mismo se hubiera vuelto eléctrico, vibrando con su llegada, hasta que los violines gemían sin ser tocados.

Coro de Músicos

> No somos testigos: somos afinadores de destino.

> Hoy no tocamos por gusto…

> hoy tocamos para conjurar el linaje.

> Cada cuerda vibra una advertencia.

Sus ojos, al escanear la sala, no se detuvieron en la primera fila, donde los violines esperaban con sus rostros profesionales. No. Los ojos de Julian Valerius parecieron encontrar a Aria de inmediato, como un imán buscando su polo opuesto. La mirada se sostuvo, un hilo invisible de tensión y reconocimiento tejiéndose entre ellos, un silencio compartido que gritaba más que cualquier acorde. Fue solo un instante, un parpadeo de reconocimiento mutuo, pero en esa breve conexión, Aria sintió una punzada doble. Una era una atracción innegable, un tirón visceral que contradecía cada fibra de su ser. La otra era el hielo del resentimiento, la advertencia silenciosa de generaciones de Laurent contra los Valerius, una discordia tan antigua como las piedras del Royal Shakespeare Theatre o los ecos de las óperas de Monteverdi en Mantua.

La punzada doble la dejó sin aliento, una batalla interna que se libraba en el santuario de su mente. ¿Cómo podía su alma responder a la presencia de alguien cuya sombra familiar era sinónimo de la ruina de su linaje? Sus pensamientos se formaron en un lamento silencioso, un verso no pronunciado:

Aria:

¿Qué sangre Valerius corre por esas venas que mi propia alma se estremece al verle?

¡Maldito sea el día que Laurent y Valerius firmaron su tregua con tinta de serpiente!

El Podio

> Que se alce la batuta como cruz,

> y que el atril sea altar de memorias quemadas.

> La partitura no está vacía…

> contiene el compás perdido de una historia no contada.

Él se movió hacia el podio con una calma predadora, la batuta descansando en su mano izquierda. En su superficie, sutilmente, se distinguían incisiones que formaban un árbol genealógico, un mapa de linajes que se extendían desde la antigua Roma hasta las cortes europeas. Al llegar, se detuvo, el silencio volviendo a cobrar su poder. Un espejo al fondo del podio, casi imperceptible, reflejaba a Aria en la distancia. A los pies de Julian, un pentagrama caído, con manchas de café que parecían sangre, yacía olvidado. Su mirada recorrió a los músicos, deteniéndose en cada sección, evaluando. Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los de Aria, esta vez se demoró. Había una chispa de desafío, de curiosidad, y algo más, algo peligroso, en su expresión.

Julian levantó la batuta lentamente. El gesto era una declaración. El aire crepitó.

«Buenas tardes, señores y señoritas,» su voz resonó, grave y clara, llenando el espacio con una autoridad innegable. No era la voz de un director pidiendo atención; era la voz de alguien que exigía obediencia.

«Hoy no afinaremos instrumentos,

sino voluntades.

Yo no dirijo notas,

sino almas.»

«Soy Julian Valerius. Y hoy, vamos a hacer música.»

Epílogo del Ensayo

> La nota final no cierra el ensayo,

> abre una grieta en el legado.

> Porque el primer acto de la verdad,

> se escribe con música que duele.

La tensión inicial no se había disipado; se había transformado. De la expectativa, pasó a ser un cable de acero entre él y Aria, un cable que vibraba con:

 * El la menor de su resentimiento familiar, tan arraigado como las viejas piedras de Stratford.

 * El do mayor de su atracción prohibida, tan vibrante como una nueva partitura en el West End.

   La primera nota de su sinfonía personal había sonado, y era un tritono—el intervalo que los medievales llamaban diabolus in musica. Y si esa nota no era suya… ¿entonces de quién era el mensaje?

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